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24
MAY
2009

La incógnita

El polvorín del mundo moderno.
El polvorín del mundo moderno.
Procediendo con toques prudentes y poco perceptibles, el gobierno de Barack Obama podría estar orientando la política exterior de Estados Unidos hacia conductas más pragmáticas que las seguidas hasta ahora.

Las gestiones gubernamentales de Estados Unidos, con su complejo tramado de economía, política y poder militar, deben ser seguidas con atención en todos los casos. La razón de esto es obvia: se trata de la primera potencia mundial y está provista de un poder de coerción económico, comunicacional, tecnológico y bélico que convierten a ese país en el referente central de la modernidad.

En ningún momento creímos que Barack Obama iba a inaugurar una etapa genuinamente reformadora de los parámetros que guían el accionar de ese enorme conglomerado de poder, ni lo creemos ahora; pero incluso los matices que el nuevo presidente puede imprimir sobre él tienen, como consecuencia de la gravitación de Estados Unidos en el mundo, una pesada repercusión. Es como la marcha de un ogro cuyas pisadas hacen vibrar el entorno.

Y bien, la política exterior norteamericana ha tenido, después de la asunción de Obama, un punto, una indicación que, de desarrollarse, podría tener importantes repercusiones en el futuro. No se trata, por cierto, del tira y afloja entre el Presidente y el Congreso en torno de la prisión de Guantánamo, ni de los derechos humanos que van a contrapelo de la lucha contra el terrorismo, ese enemigo ideal que Estados Unidos se ha fabricado para mantener inalterada su capacidad de coerción militar sobre el resto del mundo. No se trata de eso. Se trata nada menos de que Washington ha pedido a Tel Aviv la firma del Tratado de no proliferación nuclear (TNP). Esta solicitud no es todavía un punto de inflexión de la política estadounidense hacia el Medio Oriente, pero puede llegar a serlo. Nunca en el pasado un gobierno norteamericano se había animado a tocar el tabú que rodea al tema de la potencialidad nuclear israelí; esto es, el esqueleto en el ropero que condiciona todos los desarrollos de la política en la zona.

Hay un abanico de interrogantes que se abren alrededor de la declaración de Rose Gottemoeller, representante de Obama en la sesión preparatoria para la próxima conferencia mundial sobre el TNP, que tendrá lugar en mayo del año próximo en Nueva York. ¿Obama va en serio o se propone tan sólo presionar a Israel para que acepte la creación de un Estado Palestino, opción que es rehusada por el premier israelí Benyamin Netanyahu? ¿El lobby judío en el Congreso y en Wall Street, de enorme peso en los mass media, no se erigiría en un obstáculo insalvable a la primera posibilidad? ¿Los cristianos que inflaman el revival fundamentalista de la derecha conservadora y que se identifican por su adhesión al Antiguo Testamento antes que al Nuevo, no influirían en la opción que podrían tomar muchos congresistas que precisan de su voto?

En realidad, el TNP es un instrumento un poco retórico, que no puede tomarse demasiado en serio cuando el club de potencias nucleares que lo impulsa –Estados Unidos, Rusia, China, Gran Bretaña y Francia- no se siente en absoluto ligado a tal proposición y pretende detentar en forma exclusiva la disponibilidad de ese “arma del juicio final”. El pedido norteamericano a Israel se ha hecho casi “sotto voce” y parece casi banal si se toma en cuenta que va en la forma de un reclamo similar dirigido a Pakistán, la India y Corea del Norte, que podemos estar seguros (salvo en el último caso, quizá) no tienen la más mínima intención de negociar la posesión ese armamento. Pero lo significativo es que se ha blanqueado al público norteamericano la posesión por Israel de un potencial atómico ofensivo, que rondaría entre las 250 a 500 cabezas nucleares, con los vectores misilísticos y aéreos capaces de descargarlas sobre sus objetivos.

La declaración norteamericana ha escandalizado a la prensa y al aparato político israelíes, que siempre contaron con que Washington respetaría la “ambigüedad nuclear” del Estado hebreo y le consentiría detentar un poderío que lo garantiza respecto de la superioridad numérica de sus vecinos árabes. Pero esto, a su vez, tiene algo de ilusorio. Presumir que se puede mantener a esos vecinos indefinidamente alejados de la posibilidad de hacerse con un armamento similar bordea el autoengaño y en todo caso supone un cálculo cortoplacista respecto del futuro. Más tarde o más temprano los iraníes o los egipcios se van a dotar de ese instrumento y, en ese instante, las relaciones de fuerza cambiarán automáticamente en todo el Medio Oriente.

Es más que probable que Estados Unidos (o una parte importante de su establishment) desee que el contencioso palestino-israelí esté solventado antes de que llegue ese momento, pues esa eventualidad arruinaría cualquier posibilidad de afirmarse estratégicamente en la zona y con toda probabilidad abriría un capítulo de riesgos potenciales de una magnitud indiscernible y muy difícil de manejar.

“El bastón y la zanahoria”

La diferencia más notoria del gobierno de Barack Obama respecto del gobierno de George Bush junior es la actitud que ha tomado el primero respecto a Irán. Ahí donde Bush se asomaba blandiendo un bastón, Obama insinúa la oferta de una zanahoria. Para averiguar si esta insinuación se concreta habrá que esperar a las elecciones presidenciales iraníes, previstas para el mes próximo. Con un marco de expectativas ya bien despejado, no es imposible que Washington busque la cooperación iraní para promover un proceso de estabilización en Irak y en todo el Medio Oriente, proceso de alguna manera preanunciado por el acuerdo tácito que existe entre ambos países en el sentido de respaldar en Bagdad al presidente Nuri-il-Maliki. La crisis económica mundial aprieta y la conveniencia de salir del pantano mesoriental a través de algún tipo de acuerdo es manifiesta. De hecho, de hacerlo de este modo, el ejecutivo norteamericano encarnado por el presidente Obama y por su secretaria de Estado Hillary Clinton estaría reiterando una maniobra mucho más espectacular y difícil: la cumplida por la dupla Nixon-Kissinger a fines de los ’70, cuando arregló con China la partida del ejército norteamericano de Vietnam y verificó una verdadera inversión de alianzas al convertir a la bestia negra de ayer –Pekín- en el mayor asociado en el propósito de contener a la Unión Soviética.

Este tipo de perspectiva horroriza tanto al gobierno como al público israelí. No tanto por el eventual acuerdo entre Washington y Teherán, como por el dato de que su condición de aliado privilegiado de Estados Unidos comenzaría a difuminarse, poniendo así en riesgo el atributo básico de su seguridad en la región. Desde su punto de vista el blanqueo de parte de Estados Unidos de la capacidad nuclear israelí, la solicitud de que el Estado Hebreo ingrese al Tratado de No Proliferación y la negativa norteamericana a autorizar un ataque aéreo israelí contra las instalaciones nucleares iraníes, son síntomas de una evolución hacia la alternativa más temida: una opción de Washington dirigida a consolidar su influencia en la región a través de arreglos particulares antes que con la fuerza bruta. En este plano los israelíes pueden encontrarse bien acompañados por los “halcones” de Washington que, ante la crisis mundial, estarían predispuestos a elegir la huída hacia delante y a usar su aplastante poderío para solventar la globalización con expedientes militares.

Ese fue el curso casi explícito que tuvo la gestión Bush. Por ahora Obama no lo ha modificado, pero se tiene la sensación de que, a través de movimientos mínimos y sugeridos más que proclamados, podría estar en vías de cumplir una evolución prudente y pragmática hacia rutas más connotadas por el buen sentido. La cuestión reside también, sin embargo, en la posibilidad del sabotaje que, contra este curso apenas insinuado, podrían montar los “halcones”. Tanto los que anidan en Washington como en Tel Aviv. En un escenario mundial como el actual, recorrido por conspiraciones cruzadas digitadas por una miríada de unos servicios de inteligencia que suelen escapar al control político, las provocaciones son muy fáciles de montar y, si es necesario, gatillar en el momento en que ello parezca útil.


(Fuentes: Global Research, Il Manifesto, The New York Times)

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