Una solvente pero limitada aproximación a la guerra de Irak.
El último premio Oscar fue para una película que comprime dos características típicas de la cultura masiva estadounidense: su sapiencia técnica y su autoencierro.
Quentin Tarantino se supera a sí mismo en Bastardos sin gloria, una desbordada aventura narrativa que demuestra que, para él, el cine es sensación pura.
Un filme de Laurence Cantet aportó algo de frescura y una problemática genuina a un cine que hoy por hoy en general aparece embarrado por la parafernalia tecnológica y una violencia vacía.
Precisamente cuando disponemos de los instrumentos más aguzados para investigar nuestra época, la dispersión de la atención y la ignorancia de la historia derivada de su simplificación mediática nos alejan de su comprensión seria.
Irregular y un tanto caótica, la producción de Oliver Stone da sin embargo testimonio de un vigor infrecuente en el cine de hoy. Stone es, dicho sea con franqueza, uno de los pocos cineastas que encajan en el llamado cine de autor.
De un tiempo a esta parte la atribución de los Oscar está dejando de lado la monumentalidad acartonada de las superproducciones de prestigio, para ceñirse a asuntos provistos de un matiz siniestro pero mucho más realista.