A un siglo del estallido de la primera guerra mundial

La guerra ruso-japonesa

En este punto de la historia iba a irrumpir un hecho brutal, el primer enfrentamiento franco entre dos potencias imperialistas en la era moderna, que a su vez iba a traer aparejada la primera de las grandes revoluciones del siglo XX: la guerra entre el Imperio zarista y el Imperio de Japón, rematada por el levantamiento popular ruso de 1905. Los motivos que precipitaron el choque estaban dados por el surgimiento de Japón como nación moderna y por las ambiciones de un capitalismo ruso que había comenzado a crecer a despecho del atraso y de las rémoras feudales del sistema monárquico.

Los dirigentes del Japón feudal habían sido embestidos por el imperialismo occidental, decidido a abrir por la fuerza las puertas del archipiélago nipón al libre comercio. En 1853 el comodoro estadounidense Mathew Perry se plantó frente a las costas japonesas con una flota y obligó a las autoridades a firmar lo que los japoneses llamaron “Tratados Desiguales”, por los que se terminaba con el aislamiento que Japón se había autoimpuesto desde el siglo XVII, para escapar del contagio de Occidente. Forzados a abrir las puertas, los núcleos dirigentes japoneses realizaron una revolución desde arriba, a la que llamaron “Restauración”: la Restauración Meiji, por el nombre del emperador que asumió el poder. La casta guerrera de los samurai, abolida en 1871, se transformó en una aguerrida clase empresarial. Japón no adoptó pasivamente la civilización occidental, sino que tendió a apoderarse de las técnicas europeas asimilándolas a su propia identidad. En un período de pocas décadas se industrializó al país, se lo dotó de un moderno ejército –inspirado en el modelo alemán- y una flamante marina –calcada del ejemplo británico-, y se lo puso en condición no sólo de defenderse de los occidentales sino de competir con ellos, emulando sus aspiraciones de dominio respecto a sus vecinos. A decir verdad, razones para hacerlo no le faltaban, en tanto y en cuanto el territorio era exiguo y el rápido crecimiento industrial y demográfico tornaba a Japón hambriento de espacio y de materias primas. La frugalidad y la disciplina de la población, remanente del hábito de la lealtad feudal, era un sedimento sólido sobre el que podía basarse una tentativa expansionista.

En Rusia la ecuación era distinta. El decreto por el cual el zar Alejandro II dictó la liberación de los siervos en 1861, había dado lugar a un proceso rengo, en el cual el surgimiento de una clase de pequeños campesinos no anulaba el peso de la gran propiedad agraria, mientras que el crecimiento de la economía capitalista, favorecido por la abolición de la servidumbre y por el acceso a una mano de obra barata para la industria, estaba acotado por la tutela de una burocracia corrompida y de una nobleza terrateniente que no entendía renunciar a sus privilegios y que operaba sobre la corte, cuyo último representante, el zar Nicolás II, nieto de Alejandro II, había sido definido por sus próximos como “un imbécil coronado”. Si su padre, Alejandro III, había sido considerado obtuso y testarudo, su hijo poseía los mismos rasgos, aunque más del primero que del segundo. Investido de un poder fuera de proporción a las espaldas que debían soportarlo, Nicolás era un autócrata manipulado por un estrecho círculo cortesano, en el cual descollaba su mujer, una princesa de origen germánico, manejada a su vez por un aventurero, Grigori Rasputin, un “místico” siberiano alcohólico, mujeriego y astuto. Este círculo áulico resultaba permeable a las peores influencias y se erigía en una especie de gobierno paralelo que interfería de continuo en la labor de los pocos ministros reformistas que conseguían traspasar el cerco de burócratas y grandes señores reaccionarios que circundaban al trono. El peso de la autocracia confería poder a ese entorno y por consiguiente la evolución de la sociedad rusa al viento de la abolición de la servidumbre y de la expansión de una industria en gran medida dependiente de las inversiones de capital extranjero, procedía a los trompicones y estaba sometida a los caprichos o a los arrebatos aventureros de un gobierno irresponsable.

El atraso de las formas de gobierno en Rusia, lo incompleto de su reforma agraria, las tensiones internas, la explotación de campesinos y obreros y la proliferación de las células terroristas que, ante la inexistencia de una vida política propiamente dicha, propugnaban la acción directa contra el régimen y eran a su vez reprimidas con ferocidad por este, no fueron obstáculo para los gobiernos zaristas continuaran con las proyecciones expansionistas que arrancaban desde los tiempos de Pedro el Grande. A principios de siglo se completó el ferrocarril transiberiano, una magna empresa de ingeniería que unió a Moscú con Vladivostock, sobre Pacífico, potenciando así las aspiraciones rusas sobre Manchuria y Corea. Es aquí donde el ruinoso imperio zarista se encontró con el imperio japonés, fresco y pimpante, aunque todavía no percibido en su verdadero caudal de potencia por los países de Occidente.

Japón venía de derrotar a China (por entonces reducida al papel de punching-ball de las grandes potencias), y de hacerse con el dominio de Taiwán y de Corea, sancionado por el tratado de Shimonosheki (1895). Este tratado fue objetado por Rusia, con el apoyo de Francia y de Alemania, esta última porque no quería quedar a contrapié de la aproximación entre Moscú y París. La presión de las tres potencias occidentales obligó a Japón a moderar sus aspiraciones, mientras que todos los países que tenían intereses en China se apresuraban a sacar provecho de la derrota que a esta le había inferido Japón, adueñándose de puertos y zonas francas e incluso, en el caso de Gran Bretaña, del monopolio del comercio en el río Yang tsé Kiang. Los japoneses se quedaron, amén de con Taiwán, con el sur de Corea, que se le reconoció como área de influencia; pero hubieron de renunciar a Manchuria y a la península de Liadong, que había conquistado en el conflicto con China. Moscú aprovechó la ocasión también para ocupar Manchuria y la ciudad de Port Arthur, de gran significado estratégico porque, al contrario de Vladivostock, era un puerto libre de hielos durante todo el año y ofrecía una base inmejorable para una flota rusa del Extremo Oriente. En pocos años la ciudad fue convertida en una fortaleza aparentemente inexpugnable.

Los intereses rusos y japoneses en torno a Corea y a Manchuria chocaban de manera ostensible. Rusia nutría unas ambiciones desmedidas en relación a la distancia a que se encontraba de la zona en litigio, pero el desdén hacia los japoneses y el aventurerismo de la corte y de los grupos de presión que tenían intereses en el área empujaban a la guerra. La cuestión de cómo abastecer a un ejército a 9.000 kilómetros de distancia era, a pesar del ferrocarril transiberiano a punto de terminarse, un problema monumental, pero ello no obstó para que se continuara con los reclamos para que Japón refrenase sus ambiciones sobre Corea y renunciase a toda aspiración respecto de Manchuria. Las negociaciones se extendieron a lo largo de 1903 y pronto fue evidente a los japoneses que los rusos intentaban prolongarlas lo más posible, cosa de que arribasen los refuerzos al Lejano Oriente y que transcurriese el invierno, que trababa el libre desplazamiento de las tropas debido a las rígidas condiciones del tiempo. Pasada la estación fría, además, el puerto de Vladivostock quedaría expedito y se posibilitaría la salida de la parte de la flota rusa de Oriente que se encontraba amarrada allí y que aunaría así sus esfuerzos con el otro segmento anclado en Port Arthur.

Los japoneses por supuesto no dejaban de percibir estos datos que preanunciaban la guerra. Durante los años anteriores se habían armado febrilmente, adquiriendo un gran número de acorazados, destructores y torpederos modernos a Gran Bretaña, su aliada, de Estados Unidos y de Italia. Hasta Argentina cedió dos acorazados en construcción y que habían sido encargados a Inglaterra en ocasión de la tensión bélica que había existido entre nuestro país y Chile. Dispuestos a no seguir enredándose en negociaciones en las que el tiempo discurría en su contra, conscientes de que las conversaciones no llevaban a ningún lado y decididos a explotar el factor sorpresa, los japoneses lanzaron un ataque contra la flota rusa en Port Arthur en la noche del 8 al 9 de febrero de 1904. El ataque –a menudo comparado después al de Pearl Harbor- no tuvo los concluyentes resultados de este último, pero fue una muestra de la determinación de los japoneses y acentuó la predisposición a luchar a la defensiva de parte de la flota rusa, que por otra parte estaba compuesta por buques muy inferiores a los de la flota japonesa.

La guerra inaugurada esa noche se prolongaría hasta septiembre de 1905. Sus hitos fueron las batallas del río Yalú, las libradas durante el sitio a Port Arthur –que se rindió en enero de 1905, unos días antes del “Domingo Sangriento” en San Petersburgo-; y la batalla de Mukden, que concluyó el conflicto con una aplastante derrota rusa. En el mar la victoria también sonrió siempre a los nipones. El ataque a Port Arthur, la batalla del Mar Amarillo y sobre todo la batalla de Tsushima vieron la destrucción de dos de las tres flotas rusas, la de oriente y la del Báltico, esta última enviada a un viaje que duró meses desde Reval al lejano oriente solo para caer en las fauces de la flota japonesa en el estrecho de ese nombre, poco antes de alcanzar su objetivo. El bajo nivel de preparación y el agotamiento de las tripulaciones se pusieron de manifiesto en el combate. Una puntería incierta y un bajo nivel maniobrero hicieron de la flota rusa un blanco fácil para la marina japonesa. Los barcos que no fueron hundidos en el combate se rindieron cuando se hizo evidente que no había posibilidad alguna de revertir el resultado. Parte de la flota que le restaba al gobierno zarista se sublevaría a su vez en sus bases del Mar Negro(4). En tierra también la calidad de los mandos y de las tropas nipones se revelaron muy superiores a las de su enemigo, aunque los rusos combatieron con resolución y dureza. El prolongado sitio de Port Arthur, las batallas de Nan Shan, Liao Yang y Mukden, terminaron todos en victorias niponas.

No vamos a relatar en detalle la evolución del conflicto, pero conviene retener que los japoneses derrotaron a los rusos en una serie de encuentros en mar y tierra, que la guerra se cobró cerca de 200.000 vidas entre ambos bandos y que los resultados diplomáticos dejaron insatisfecho a Japón, que hubo de renunciar a parte de sus ganancias como consecuencia de la presión de Estados Unidos. Washington, en efecto, pesó más que las otras potencias europeas para morigerar las pretensiones japonesas, impidiendo que se quedara con las islas Sakhalin, obligándolo a contenerse en sus aspiraciones en Manchuria y rechazando el pago de reparaciones monetarias de parte de Rusia. Es importante también retener que la resonancia que la derrota tuvo en este último país fue determinante para el estallido de la revolución de 1905 (que trataremos en el próximo artículo). La guerra supuso también un shock para la arrogante certidumbre acerca de la superioridad de occidente frente a las culturas que no se habían forjado en el capitalismo y no participaban de las características étnicas de los pueblos caucásicos. En ese momento se quebró un hechizo, el que sentaba que la superioridad militar de occidente era una cosa adquirida y el de que el mundo en cierto modo se dividía entre razas señoriales y razas esclavas. Menos de medio siglo más tarde este aserto se disiparía definitivamente y una nueva constelación de estados y potencias asiáticas se afirmaría en la escena internacional.(5) 

Una cosa que importa destacar, dado el tema del presente trabajo, es que la guerra ruso-japonesa vio la aparición y el uso masivo de las tecnologías militares que habrían de tener vastísima utilización a lo largo de las guerras del siglo XX, pero muy en especial durante la primera guerra mundial. Telegrafía sin hilos (TSH), torpedos, cañones de tiro rápido (howitzers), morteros capaces de lanzar cargas explosivas de media tonelada hasta ocho kilómetros de distancia, minas navales acondicionadas para su uso terrestre, trincheras y blocaos escalonados en profundidad; reflectores para iluminar el campo de batalla, alambradas de púa, eventualmente electrificadas; primitivas granadas de mano y fusiles de repetición y ametralladoras pesadas y ligeras (Maxim y Madsen) capaces de establecer barreras de fuego cruzado infranqueables para las formaciones de infantería que atacaban en orden cerrado.

A pesar de que la guerra ruso-japonesa produjo un elevadísimo número de bajas como consecuencia de la aparición de estos ingenios, los mandos militares de occidente, que una década después se verían comprometidos en una guerra mucho mayor e infinitamente más sangrienta, fracasaron en sacar las lecciones que de allí se derivaban. Lo cual demuestra que la inercia cerebral no era sólo un atributo del estado mayor ruso, sino que afectaba a una mentalidad militar que todavía no percibía la naturaleza del cambio de época que se estaba produciendo y los alcances de la revolución tecnológica aportada por la segunda revolución industrial.
 

 Notas:

No es casual que por esta época aparecieran los textos fundacionales de la teoría geopolítica, con autores como el almirante William Tayler Mahan, norteamericano, y el inglés Halford Mackinder, seguidos luego por el alemán Karl Haushofer, quien abrevaba a su vez en las teorías sentadas por su compatriota Ratzel, en el siglo XIX.

Términos como “chauvinismo” y “jingoísmo” se hacen populares por esos días. El nombre jingoísmo se deriva de una exclamación, “by Jingo!”, muy de moda por una canción patriotera que se que se entonaba en los music hall. Chauvinismo proviene del nombre del personaje de una comedia francesa, “La cocarde tricolore”, de un patriotismo exagerado y fanático.

Aquí se hace necesario recomendar la lectura de la Historia de Europa, del historiador ruso y soviético Evgeny Tarlé, una de las fuentes a la que con mayor asiduidad y beneficio habremos de recurrir a lo largo de esta serie de artículos. Fue publicado por la Editorial Futuro en una fecha tan lejana como 1960, lo que seguramente hace difícil conseguirlo, pero su búsqueda merece el esfuerzo.

Fue entonces que se produjo el episodio del acorazado Potemkin, inmortalizado por Sergio Eisenstein en la película homónima rodada en 1924, ya en pleno período soviético.

Desmintiendo así, con la contundencia de los hechos, el aserto de Lord Salisbury, que había proclamado que el mundo se dividía entre” naciones vivas” –las del occidente capitalista- y “naciones moribundas” –todas las demás.

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