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04
ENE
2009

El dilema histórico de la Revolución Cubana

El Che Guevara y Fidel Castro en La Habana, en Enero de 1959
El Che Guevara y Fidel Castro en La Habana, en Enero de 1959
Desgarrada entre la magnitud de su ambición liberadora y la exigüidad de su base geográfica, la revolución cubana subsiste como precedente de una ola popular latinoamericana que se apronta a tomar su relevo y que debería elevarse a instancias superiores

El primero de Enero la revolución cubana cumplió medio siglo de existencia. No es poca cosa, en especial si se toma en cuenta que se ha encontrado bajo asedio desde su nacimiento, y nada menos que por la hiperpotencia del Norte. Es de destacar también que pocas son las revoluciones –si es que hay alguna- que hayan conseguido mantener una tónica radical a la vez que realista durante tanto tiempo. Desde luego que ha habido un anquilosamiento parcial, una burocratización creciente y que la fortuna del movimiento 26 de Julio sigue estrechamente asociada a la vida de sus fundadores supervivientes; pero existe la posibilidad que el ejemplo de su integridad y el prolongado trabajo de educación que la revolución realizó sobre el cuerpo de la sociedad cubana, preserve lo esencial de ese espíritu cuando el tiempo se tome revancha y las figuras de Fidel y Raúl Castro desaparezcan.

La revolución cubana es un hito en la historia de América latina. Como se lo ha señalado en otras ocasiones, nació de un equívoco: la presunción norteamericana de que los jóvenes universitarios que se habían subido a la Sierra Maestra eran buenos demócratas en la acepción formal del término, y que resultaban por lo tanto asimilables a los retoños de la pequeña burguesía siempre dispuesta a oponerse a los regímenes corruptos, pero presta a asimilarse a las prebendas que da el poder una vez que se lo alcanza. El autoengaño fue mutuo. Los revolucionarios del Granma creían en los valores del democratismo radical y en su posibilidad de cambiar el mundo a partir de ellos. Si no hubiera sido así, Estados Unidos se hubiera ocupado de apretarles el gaznate, en vez de dejarlos hacer y permitir incluso que desde Florida y Centroamérica se los abasteciera con armas que servirían, en opinión de Washington, para derrocar a un dictador al que su corrupción había convertido en un socio incómodo. El reemplazo de Batista por un grupo de jóvenes radicales podía ser, en el sentir del Departamento de Estado y también de la CIA, una peripecia manejable, como lo fuera en otras ocasiones.

Pero, al revés de lo que suele ocurrir cuando “los jóvenes se suben a un caballo desde la izquierda y se bajan por la derecha”, aquí sucedió lo contrario. La experiencia de la guerra civil y la práctica de la reforma agraria sobre el terreno avivó la convicción de esos jóvenes, ya muy arraigada entre ellos, de la necesidad de acudir a un cambio drástico para solventar los problemas de la sociedad cubana. Esta convicción justiciera se alió a un nacionalismo exasperado por las continuas vejaciones sufridas en el curso de la historia “independiente” cubana de parte de Estados Unidos y a la evidencia de que sólo a través de las expropiaciones de las empresas norteamericanas y de una reforma agraria a fondo se podían cumplir los objetivos que se habían fijado los dos Castro, el Che Guevara y otros.

El choque sobrevino de inmediato. El desencadenamiento de la propaganda adversa a la revolución en todos los medios de Estados Unidos y la fuga –condicionada por la casi certidumbre de que ese grupo de locos no tardaría en ser eliminado por el socio norteamericano- de la burguesía terrateniente y empresarial cubana, fueron el anticipo de una seguidilla de intentos de desestabilización del régimen, entre los cuales la voladura de un barco cargado de armamento para la revolución, y el desembarco en Playa Girón, fueron los momentos culminantes.

A partir de allí se abrió un período de incertidumbres y asedios que condicionó todo el trayecto de la revolución y desnudó su dilema, que es lo que nos proponemos examinar aquí.

La ambición de los revolucionarios cubanos era grande. Aunque fundada en el deseo de transformar su propia sociedad, la similitud entre las condiciones de esta y las de muchas otras de América latina, implicaban que su ejemplo podía ser contagioso. La conciencia de este hecho en los dirigentes cubanos y muy en especial en la del médico argentino Ernesto Guevara, que se había transformado en el segundo jefe militar y en la figura más inspiradora de la revolución después de Fidel Castro, abrían un espectro de posibilidades que galvanizaba a muchos jóvenes en América latina y que, paralelamente, determinaba a Washington a liquidar esa amenaza. La expulsión de Cuba de la OEA y el total aislamiento en que los gobiernos latinoamericanos la dejaron en ocasión del desembarco en bahía de Cochinos, imponían a los dirigentes cubanos la búsqueda de una salida. La orientación ideológica de los dirigentes revolucionarios y la naturaleza del momento internacional (se vivía en plena guerra fría) hicieron que Cuba se decantara hacia el bloque comunista, lo que traería aparejadas consecuencias que marcarían el decurso de la revolución por décadas.

Esta evolución, sin embargo, se produjo por etapas y estuvo determinada en principio por la inveterada hostilidad de Washington al nuevo régimen. Cuando Cuba procedió a la expropiación de las empresas norteamericanas y a la implantación de la reforma agraria sin que, a entender de Estados Unidos, se suministrara una adecuada compensación, la decisión norteamericana en el sentido de eliminar la cuota azucarera desequilibró la economía de la isla. La Unión Soviética acudió en ayuda del régimen revolucionario ofreciéndose a comprar, a precios ventajosos, la misma cantidad de azúcar, retribuyéndola con petróleo, elemento del que la isla estaba muy necesitada pues habían cesado los aportes de combustible que antes provenían de Estados Unidos y de Venezuela.

La determinación norteamericana en estrangular la revolución, atestiguada por las incursiones desde el mar, el sabotaje de las cosechas, el activismo de grupos guerrilleros infiltrados desde Florida y los intentos de asesinato de Fidel, no dejaba otra opción que bascular hacia el bloque del Este. Y, puesto que se lo hacía, ¿por qué no dar ese paso proveyéndose de un escudo misilístico que disuadiera a Estados Unidos de cualquier intento de agresión? En toda operación de este tipo, que requiere de la asistencia de un socio, el interés de este debe ser tomado en cuenta. Sobre todo si el socio posee un peso determinante sobre los asuntos mundiales como el que la URSS tenía a principios de la década del ’60. La crisis de los cohetes de 1962 se produjo no tanto por el deseo cubano de protegerse de su enemigo del Norte, como por el cálculo de los estrategas soviéticos en el sentido de que, con la instalación de los misiles nucleares en Cuba, podían lograr la remoción de las bases norteamericanas, de similares características, que estaban alojadas en Turquía. En esta negociación, jugada en el filo del abismo, la voluntad cubana contó poco.

En definitiva, la partida se cerró con un trueque, en parte público y en parte secreto. El público fue que la URSS retiró sus bases en Cuba a cambio de la renuncia norteamericana a invadir la isla; y el secreto fue el quid pro quo que determinó que, a la vuelta de seis meses más o menos, los norteamericanos desmantelaran sus bases en Turquía.

Realpolitik y revolución

Los dirigentes cubanos no estaban muy felices de tener que acomodarse a las exigencias de la realpolitik. La dirigencia cubana estaba dividida respecto de la tónica que había tomado la relación con la Unión Soviética. Quizá no en el terreno práctico, pues todos entendían que no existía otra opción que consintiera la supervivencia del fenómeno revolucionario que su adhesión al bloque socialista, pero había quienes se adecuaban más o menos incómodamente a la situación y otros que deseaban experimentar otras salidas. A estar por los testimonios que se han filtrado, el carácter fosilizado, burocrático y mezquino del régimen soviético era rechazado en especial por el Che, quien propugnaba la búsqueda de opciones que garantizasen la pervivencia de la premisa en la cual se había inspirado la revolución: esto es, que el movimiento irradiara hacia el conjunto del continente irredento de América latina, para generar en él un cambio profundo, similar al operado en Cuba. “Que los Andes sean la Sierra Maestra de América latina” era el precepto –enunciado por Fidel Castro en primer término- de esta corriente. Durante la década de los sesenta y parte de los años setenta se intentó poner en práctica este principio.

La conciencia de la historia es indispensable a la acción política, cuando esta se encuentra inspirada en algo más que en el oportunismo y el afán crematístico. Representarse con claridad lo ocurrió en esos años es, por lo tanto, un elemento esencial para evaluar las posibilidades de liberación y los niveles en los que debe acomodarse un accionar transformador en América latina. Manteniendo en todo caso que, aunque Iberoamérica es un mismo cuerpo, tiene realidades que ofrecen opciones no necesariamente idénticas en todo momento. “La revolución no puede imponerse a punta de bayoneta” decía Robespierre, y sabía bien de lo que hablaba.

Desde un principio la revolución cubana afrontó un problema esencial: la contradicción que se establecía entre la ambición –o, si se quiere, la esperanza- de quienes la animaban, y la exigüidad del territorio donde se asentaba. Un territorio amenazado, aislado, sujeto al hostigamiento implacable del coloso del Norte. Una isla como Cuba, con escasos recursos, agrícolas en su mayor parte, y con una población pequeña, tenía poca esperanza de expandir su movimiento al resto del continente, enajenado como se encontraba este por el fantasma de la guerra fría y por preponderancia de los sectores económicos enfeudados al imperialismo.

Este dilema no podía ser solucionado a través de la alianza con la Unión Soviética, que propendía justamente a mantener todos los movimientos antiimperialistas dentro de una órbita que no interfiriese los intereses de la política exterior rusa. Esa alianza, sin embargo, era indispensable si se quería que el régimen se encontrara relativamente al reparo de la amenaza norteamericana y contara con los recursos energéticos e industriales necesarios para desarrollar en su propio suelo una experiencia de rescate y superación sociales como la que efectivamente ha tenido lugar a lo largo de estas cinco décadas, tanto en el campo de la salud como en el de la educación.

La necesidad de encontrar las formas de superar este dilema condicionó la experiencia cubana. Tanto Fidel Castro como el Che Guevara nutrían la esperanza de una revolución iberoamericana que rescataría a Cuba de su aislamiento, de la misma manera en que Lenin, Trotsky y los bolcheviques esperaban que Rusia fuera rescatada de su atraso a través de la expansión de la revolución de Octubre a Alemania primero, y a los otros países de Europa después. Ambas expectativas no se cumplieron, aunque hay que convenir que, en el caso cubano, a un costo mucho menor, tanto por las dimensiones del escenario donde la experiencia se llevó a cabo, como por una moderación inducida por la naturaleza en última instancia abierta de estas sociedades, cuya elasticidad y tumulto han servido para preservarlas en buena medida de la sombría ejecutoria de los procesos revolucionarios verificados en potencias informadas por un pasado de opresión feudal o bien totalitaria.

Como quiera que sea, la comprensión de los líderes del proceso cubano de la necesidad de escapar al encerramiento insular haciendo contacto con la tierra firme del continente, dio prueba de su intrepidez revolucionaria, así como de su comprensión de su propia revolución como parte constitutiva de la revolución iberoamericana. Esta inteligencia estratégica, sin embargo, no encontró, en los años de auge del proceso revolucionario, una correspondencia táctica que permitiese aplicar en el terreno de los hechos esa creencia. El Che fue el exponente más definido tanto de esa comprensión estratégica como de ese fracaso táctico. Este último marcó, a un elevado coste, un límite al período heroico de esa experiencia.

La búsqueda de una salida al encierro que significaban el bloqueo norteamericano y el abrazo de oso de la URSS, llevó a la elucubración de la teoría del foco, con la que los dirigentes cubanos entendieron que podían llevar adelante su proyecto. Un escritor francés, Regis Debray, que se aproximó a la isla muy en el talante del intelectual progresista que se compromete en causas ajenas porque no está muy seguro de tener una propia, fue el encargado de difundir el proyecto. Este, sin embargo, nacía no tanto de la mente de un progresista decidido a encontrar la imagen del “buen revolucionario” en algún lugar para él exótico, sino de las necesidades objetivas de la experiencia cubana. El problema consistía en que esas necesidades requerían, más que del voluntarismo que impregnaba a sus dirigentes a partir del éxito alcanzado en Sierra Maestra ¬-éxito que, como hemos dicho, era en buena medida el resultado de un equívoco monumental-, sino de políticas capaces de penetrar en las capas medias y bajas de nuestras sociedades atendiendo a sus peculiaridades y a la experiencia proveniente del pasado. No se puede fabricar a una revolución a partir de una fórmula universal, no se puede reducir esta a un militarismo que, por su misma naturaleza, tiende a rechazar o a enfriar a los sectores populares, que perciben la inadecuación de ese método en sus propios países, si en estos ha florecido el capitalismo industrial, por deformado que su crecimiento haya sido. El cambio por la vía bélica sólo es posible –y no siempre- en el marco de una sociedad en descomposición, que requiera orgánicamente ese tipo de renovación quirúrgica.

La aventura

Animado sobre todo por el Che, el experimento se puso en práctica, sin embargo. Consistía, en teoría, en instalar un núcleo guerrillero en algún lugar de difícil acceso para el ejército regular y, a partir de allí, ir concitando la adhesión de la población rural hambreada y humillada, sometida al pongaje y a los abusos de los terratenientes. El movimiento no pudo engranar en ningún lado, fuera de Colombia, donde ya existía una guerrilla campesina de poderoso arraigo. Los resultados de la implementación práctica de esta teoría fueron catastróficos. El Che Guevara, que condujo la primera tentativa de crear un foco insurreccional en Bolivia, cayó al poco tiempo abatido por los Rangers bolivianos, con asesoría de la CIA; el cura Camilo Torres Restrepo, pionero de la teología de la liberación, murió en Colombia en circunstancias similares y los restantes intentos de fomentar una guerrilla rural fueron reprimidos unos después de otros.

La elección de Bolivia como primer objetivo por Ernesto Guevara, y la entrega de este en la empresa, dieron prueba de su heroísmo y de su mirada estratégica, pero también de sus limitaciones como teórico de la revolución latinoamericana. Bolivia en efecto es una zona nuclear de la geopolítica suramericana, pero… ¡venía de cumplir su reforma agraria! Con todo lo parcial, timorata y tramposa que esta pueda haber sido, no habían pasado muchos años desde que el gobierno del Movimiento Nacional Revolucionario (MNR) la implementara después de la épica sublevación de 1952. Los campesinos no estaban en disposición al llamado guerrillero, por lo tanto, y a poco de andar el grupo terminó abandonado y acorralado en medio de la selva, hasta que se produjo el trágico desenlace.

Muerto Guevara no murió su teoría y otros jóvenes intentaron trasladar sus principios de las áreas rurales a las urbanas, donde se puede aprovechar el anonimato de la gran ciudad, la mayor capacidad que en ella existe para disimularse y la probabilidad de acceder a fuentes de dinero, sea por vía de los asaltos, de los secuestros extorsivos o de las donaciones de un número más o menos importante de simpatizantes. Pero el resultado fue el mismo, con la diferencia de que el traslado del eje de la acción empeoró los costados más violentos de esta, haciendo más subrepticias y sangrientas tanto las operaciones de la guerrilla como la represión brutal que de ella efectuaron unas fuerzas armadas autóctonas, no necesariamente desprovistas de nervio, como en cambio sucedía en el caso de las “guardias nacionales”, consumidas por la corrupción, que Estados Unidos había montado en el Caribe.

El ultraizquierdismo de esos núcleos guerrilleros y sus alas políticas, pegó bien en unas juventudes nutridas por el ejemplo del Mayo francés, una especie de sublevación de corte anárquico y lúdico de las juventudes metropolitanas, que al ser transferido a escenarios donde las relaciones sociales eran mucho más problemáticas que en Europa, se desdobló en un activismo de corte militar. Al intentar estos movimientos enancarse al ascenso popular que se estaba dando por esos años en varios países suramericanos (Argentina y Chile entre ellos), terminaron minando desde dentro a esas corrientes, al propiciar su división y suministrar a la reacción el pretexto que necesitaba para poner en práctica un proyecto represivo que contaba con el aval del imperialismo y con una superioridad militar abrumadora, no contrabalanceada por un cuestionamiento social que abarcase a capas importantes de la población. Esta más bien tendió a contemplar con indiferencia, pasmo o rechazo al accionar subversivo, abriendo paso así a las técnicas demoledoras de la guerra sucia, necesarias para romper la ya bastante exigua capacidad de resistencia de estos países a la implantación del capitalismo salvaje, atributo primario de la globalización neoliberal.

La matanza fue generalizada e hicieron falta dos generaciones para que América latina empezase a intentar librarse de la morsa neoliberal. Hoy la etapa por la que se está pasando registra diferencias notables respecto de las que privaban en los años ’60 y ’70, cuando el intento revolucionario patrocinado por Cuba se aventuró a buscar la Utopía. El mundo bipolar se ha hundido y, para asombro de muchos, la implosión de la URSS no significó el final de la revolución cubana. Más bien al contrario: tras el “período especial” de transición a las nuevas circunstancias, el régimen de Castro parece haberse reafirmado y, lo que es aun más importante, su mensaje parece haber calado profundamente en las masas latinoamericanas. El reclamo de igualdad social y la exigencia de soberanía preexistían a la revolución cubana, desde luego, pero la formulación original que le dio esta y el denuedo de sus jefes al ponerlos en práctica son datos que no han caído en el vacío. El escenario actual es complejo, el futuro esconde tantas oportunidades como emboscadas y no será Cuba la que ejerza –ni pretenda ejercer- un rol dirigente en la marcha de los acontecimientos, pero la isla ya no está sola: ha ingresado al grupo de Río y de alguna manera es reconocida como precursora por varios gobiernos iberoamericanos. Parafraseando a Jorge Abelardo Ramos, cabe entonces decir que su espíritu, después de tantas batallas, ha escapado de la cárcel insular y ha tocado la Tierra Firme.

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