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27
DIC
2008

Balance de un año

El que termina ha sido un año difícil para el gobierno. Es de esperar que de la conciencia que puede haber cobrado de estas dificultades, surja la voluntad para adoptar los expedientes drásticos que son necesarios para vencerlas.

El primer año de Cristina Fernández en el poder le ha deparado a la Presidenta no pocas sorpresas. Venía de ganar cómoda una elección y el porvenir le sonreía. La crisis del campo, a la que conviene llamar mejor la “sedición del campo”, agrupó en su contra a un frente que integró a las transnacionales del grano, a la oligarquía entongada con ellas y a una muchedumbre de propietarios medianos e incluso pequeños, en su inmensa mayoría expresivos de la pampa gringa, que brindaron a la oposición la oportunidad de fraguar una especie de coalición con apariencia de protesta de masas. Aupado por una prensa monopólica y valiéndose de la infinita torpeza política y comunicacional del gobierno, este movimiento puso por un momento en entredicho la continuidad institucional y se valió de un abanico de medidas de fuerza claramente violatorias del derecho de gentes, medidas que, lamentablemente, por la lenidad de las políticas de orden público, prosperaron sin resistencia. Cortar rutas nacionales e internacionales, bloquear a las ciudades y provocar su desabastecimiento son actos de índole claramente subversiva, que en otras partes del mundo hubieran valido su erradicación en base a expedientes sin duda basados en la justicia y en el respeto de las libertades constitucionales, pero actuados sin contemplaciones.

Parece una fatalidad de este gobierno el disponer de la autoridad pero no animarse a ejercerla. En este sentido quizá sea víctima de su propio discurso, que excluye en toda ocasión el recurso a la fuerza. Quizá porque no cree disponer de los músculos suficientes para imponerla. O por no estar seguro de los organismos encargados de aplicarla. O porque tiene complicidades que lo traban respecto a tomar medidas contra el sistema.

La debilidad, sin embargo, es posible que le provenga también del oportunismo político que le impidió aprovechar las anteriores ocasiones en que debió haber hecho uso de sus facultades. El caso de los piqueteros de Gualeguaychú, que infligieron un daño perdurable a la estrategia del Mercosur como consecuencia de su berrinche ecologista, fue el evidente anticipo de lo que seguiría. La incapacidad para reaccionar ante ese desafío estimuló a los chacareros enriquecidos a convertirse en la fuerza de choque del sistema oligárquico. El cálculo electoral oportunista, la frivolidad, el autoritarismo sin autoridad y, por qué no, la sandez, características de cierta política argentina, pusieron de manifiesto una vez más que el poder, cuando no se lo usa, se gasta.

La rebelión campestre, sin embargo, tuvo algo de bueno. Alertó al gobierno en el sentido de que no se encontraba en un lecho de rosas, que el verticalismo, cuando se toca a los intereses de algunos legisladores, no es cosa fácil de imponer, y que los fermentos gorilas de gran parte de la clase media siguen estando a flor de piel. Basta rascarla un poco para que salgan a la superficie, haciendo que las señoras de Barrio Norte y los pequeños comerciantes de gran parte de la Capital Federal entren en ebullición y saquen a relucir las sartenes, otrora empleadas para aporrear las puertas de los bancos que se habían tragado sus ahorros, cuando las políticas neoliberales, que habían contado con su entusiasta apoyo, terminaron de vaciar al país.

El Congreso, asimismo, cobró conciencia de que puede ejercer su función y se ha convertido en una fuerza con la que hay que contar, llevándolo a intervenciones afortunadas como las enmiendas introducidas a los proyectos del Ejecutivo sobre el retorno de Aerolíneas al Estado y a la nacionalización de las AFJP. Y la opinión pública, aunque aturdida por el martilleo constante de los monopolios de prensa, empieza a tener conciencia de lo vacuo del discurso opositor, empeñado en una denigración constante de lo actuado por el gobierno, denigración sin ideas generales que apunten a atacar los problemas infraestructurales de la República. Lo cual es comprensible, en definitiva, pues los principales agentes de este vocerío son los mismos que arruinaron al país y que se cuidan mucho de elaborar su autocrítica, con una falta de probidad intelectual sólo igualada por el desprecio que deben sentir por los demás, dado que presumen que estos son incapaces de sacar las consecuencias de lo vivido.

Las falencias de este gobierno no dejan de estar presentes, por supuesto, y las hemos señalado una y otra vez. A la falta de un plan estructural que elabore un proyecto de país en el tiempo; a la falta de una reforma tributaria, a su oportunismo y a sus garrafales faltas de sentido político –los aliados que Néstor Kirchner supo conseguir, por ejemplo, empezando por el Cleto Cobos-, suma una frivolidad despampanante, emparentada con la concepción de que Dios es argentino y que la historia nos va a premiar por nuestra viveza más que por nuestro compromiso en el esfuerzo.

Una demostración de esta ligereza fue la manera despreocupada con que el gobierno de Cristina acogió al principio la crisis mundial. Era problema de ellos, no de nosotros. Nosotros nos habíamos fortificado detrás del superávit y la catástrofe no iba a alcanzarnos. Reaccionó a tiempo, en vista de lo que se venía, pero una medida, la repatriación de los capitales dolosos que escaparon del país por vía de la evasión de impuestos, nos demuestra que las infelices ilusiones de que habla el tango siguen flotando en el ambiente y que se prefiere, a hacer justicia, sentar un precedente –el de la moratoria y el perdón impositivos- que vuelve a remachar la sensación que el país tiene en el sentido de que la impunidad está a la vuelta del crimen.

Los rasgos positivos de la gestión del actual gobierno, en especial el énfasis latinoamericano que se ha puesto en la política exterior, enmiendan en parte estos dislates; pero no bastan. Hace falta una toma de conciencia y una disposición a alejarse de los trucos de la política pequeña. Convengamos que, en este plano, la responsabilidad fundamental pasa por la oposición. Ante medidas gubernamentales que son insuficientes para resolver los problemas, pero que están orientadas en un sentido nacional y correcto, en vez de empujar para que ese rumbo se profundice, se dedican a enturbiar el panorama, mientras que uno de sus voceros más aflautadamente venenosos, Mariano Grondona, exige al gobierno que maneje al país de acuerdo a una política de “consensos”. ¿Qué se entiende por “consensos”, en este caso? Simplemente, que se convenga con los dueños del poder económico las líneas de lo que se va a hacer. Esto es, que el consenso debe ser convenido de espaldas a los intereses de las grandes mayorías que en la instancia electoral respaldan un cambio que demora en venir. Pero el ameno Mariano no se limita a exigir prudencia y acuerdos. También insinúa la posibilidad de que si en las próximas elecciones el oficialismo perdiera la mayoría que tiene el Congreso, se podría enjuiciar a la Presidenta por estar indebidamente influida por su consorte, que según Grondona y otros es el poder detrás del trono… Semejante recurso, de prosperar, podría dejar al inefable Cobos como jefe del Estado… La índole machista, reaccionaria, discriminadora, servilmente cipaya y mentirosa de este argumento salta a la vista si se lo compara con los comentarios que el mismo analista se habría cuidado bien de emitir en el caso de que Hillary Clinton hubiera llegado a la Casa Blanca…

La consigna es desgastar al gobierno. El resto es secundario. En esta circunstancia para nosotros, los sufridos habitantes del país, la forma más sencilla de orientarse respecto del rumbo a seguir es observar con quienes caminan los opositores. Un gobierno que concita tan tremenda antipatía de López Murphy, Carrió, la City, La Nación y Clarín, algo bueno debe haber hecho. Parafraseando al dicho: “dime quién no anda contigo y te diré quien eres”, se pueden sacar algunas conclusiones elementales respecto de las opciones que están a nuestro alcance. No son demasiado alentadoras, pero a pesar de todo ofrecen alguna orientación, siguiendo a la cual quizá, en algún momento, podamos dar peso y sentido a las palabras.

Hasta el año que viene, si Dios quiere.

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