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20
JUN
2008

El discurso presidencial

El gobierno multiplica sus llamados a la concordia y al debate civilizado. Pero es difícil negociar con quienes sólo quieren la rendición incondicional.

El discurso presidencial del pasado miércoles –bien dicho, y generoso en sus contenidos- puede ser objetado en la medida que, en definitiva, insistió en un llamado a la concordia y a la razón hacia quienes no han demostrado un adarme de ella. La remisión al Congreso del tema de los derechos de exportación (equivocada o taimadamente descritos como retenciones agrarias) implica también seguir pateando la pelota hacia adelante. ¿Alguien cree que renunciando el poder ejecutivo a una de sus atribuciones específicas va a calmar a quienes quieren reducirlo a la impotencia? Más bien al contrario, tal cosa no hará sino envalentonarlos.

Me pregunto sin embargo si, a esta altura del partido, el gobierno podía hacer otra cosa. Ha perdido una inmensidad de tiempo y no posee la convicción y me temo que tampoco la capacidad suficiente para hacer lo que debería haber hecho hace al menos tres meses: despejar las rutas y acabar con la extorsión agraria, de acuerdo a las facultades que le otorga la Constitución. De la misma manera en que debió –y no hizo- terminar con el increíble chantaje de los piqueteros “paquetes” de Gualeguaychú, tres años atrás. Por el contrario, en esa ocasión, y en aras de beneficios coyunturales, se alentó una anarquía que contagió a vastos sectores de la población, ya predispuestos a ella, convirtiéndolos en objeto de manipulación de parte de los intereses corporativos interesados en la continua concentración de las ganancias y en la expulsión de los sectores mayoritarios hacia una periferia social donde les quedará poco menos que vegetar: digna, o indignamente.

Ahí nació la presente crisis. La anarquía que la connota proviene del descreimiento de la población respecto de la clase política, descreimiento a su vez hijo de la incapacidad de esta para hacerse cargo de sus deberes, y de la anomia de grandes sectores de la clase media cada vez más descerebrados por los grandes conglomerados de prensa, que no vacilan en azuzar el antiperonismo primario –gorila- que está su núcleo y que expresa un racismo que no se atreve a decir su nombre, pero que se huele a distancia.

La reacción de esos medios ante el discurso presidencial fue inequívoca. Joaquín Morales Solá, de La Nación, por ejemplo, tituló su comentario sobre el discurso: “Nadie hizo tanto para dividir el país”. Uno no termina de creer en lo que lee: “rompió relaciones de hecho con la dirigencia agropecuaria”, “furia presidencial”, “discurso agresivo y rupturista”… Amén de descalificar a los concurrentes al acto tildándolos poco menos que como alquilados (“movilizados por los intendentes del conurbano”, “patética falta de entusiasmo”) el artículo remata con el argumento falaz de que la Argentina se construyó sobre la base de la movilidad e integración sociales. Y añade: “la división de la sociedad entre sectores de distinta extracción económica tiene un nefasto precedente en la Venezuela de Hugo Chávez”.

Vamos por partes. Chávez no dividió a Venezuela. Venezuela estaba dividida entre una minoría rica y una mayoría absolutamente pobre, pese a las fabulosas rentas petroleras que el país había devengado durante décadas. Al intentar cambiar ese esquema, Chávez se echó encima al sistema establecido, cosa que lo obligó a apelar cada vez más a sus bases para resistir el envite y diseñar un programa de gobierno que, más allá de la capacidad que pueda tener o no para ponerlo en práctica, es ambicioso, popular e inspirado en una concepción geoestratégica provista de grandeza, que nuestros “realistas” al uso no vacilan en calificar de utópica porque proyecta una Sudamérica unida. Cosa esta última que no es sólo un mandato proveniente de la historia, sino una imposición de la actual situación del mundo, que requiere la formación de bloques regionales para resistir o adecuarse razonablemente a una globalización impuesta desde arriba.

En cuanto a Argentina, es cierto que nuestra sociedad se formó en base a la movilidad e integración sociales. Pero, ¿qué hubo detrás de estas? La rebelión de los radicales, en primer término, y la de los peronistas, después. Dirigida la primera a arrancar a la casta oligárquica el usufructo total de los mecanismos del poder; y, en el caso de los segundos, a promover una mejor distribución de las ganancias y una diversificación productiva apuntada a la independencia económica.

En el medio hubo de todo, fogoneado por una reacción al acecho, a la que jamás se le quitaron los colmillos, por un exceso de timidez más que por una imposibilidad para hacerlo. Menudearon los golpes de Estado, cada vez más sangrientos, que aprovecharon con astucia la crisis de identidad de unas clases medias cuya integración al país se vio dificultada tanto por su condición de clase, como por su origen inmigrante y por la versión oficial de la historia que se les inculcó para asimilarlas.

En este ir y venir, en este corsi e ricorsi, se nos ha ido la vida. La oportunidad abierta a fines de 2001 por el desastre originado por el experimento neoliberal del último tercio del siglo pasado, sigue vigente, sin embargo. Si bien es verdad que los gobiernos Kirchner no han aprovechado sino medianamente la brecha, también es cierto que del otro lado no hay nada en aptitud de asumir programas para un proyecto de cambio que apunte a generar una reforma fiscal progresiva y para volcar los excedentes de esta en las reformas estructurales que el país necesita. Por el contrario: en esa banda del espectro político lo que hay es una voluntad destructora que quisiera volver hacia atrás las páginas de la historia, hundiéndonos otra vez en el país auténticamente fragmentado que fuimos.

Pero, ¿es esto posible? La experiencia neoliberal de los ’90 concluyó con un incendio; ¿pensarán ahora quienes fogonean el caos que este, en última instancia, redundará en su beneficio? La oligarquía agroganadera –que sí existe, a pesar de que se trasvista y se transnacionalice, y de que algunos analistas finjan considerar al concepto como pasado de moda- ha sido y sigue siendo el obstáculo fundamental para un desarrollo moderno del país. Dotada de una gran capacidad inmovilista, sigue soñando en una Argentina de 10 millones de habitantes, en vez de los 40 que tenemos. Entonces podría usufructuar con plena comodidad los formidables excedentes de la renta agraria. Pero en vez de planificar para el futuro, diseñando un nuevo proyecto de país, se ha empecinado siempre en volver el calendario hacia atrás, y para ello no ha vacilado en subvertir la legalidad, propiciar los golpes militares, intoxicar a la opinión, practicar el terrorismo de Estado y, ahora, secuestrar al país cortando sus caminos y desabasteciendo a la masa del pueblo de los productos más elementales, con el auxilio de una clase media rural de características cerriles (a la que la oligarquía desprecia en su fuero interno, pero que le viene de maravillas porque su codicia la ciega respecto del mal que está haciendo).

Esto hace que la creciente agresión contra el gobierno plantee unos interrogantes de bulto: si la desestabilización prospera, ¿adónde irán a parar los precios de los alimentos? ¿Cómo se va a contener la explosión de quienes no tienen cien, doscientas o quinientas hectáreas de soja y no pueden sentarse sobre el capital acumulado? ¿Quiénes van a frenar la ira de los auténticos productores, aquellos que no viajan en 4 x 4 y sobre cuyo esfuerzo crece el país?

Pero el rasgo más negativo que tiene este conflicto quizá sea, paradójicamente, también el más positivo. Pues este podría también ,si las actuales autoridades tienen voluntad para ello, destapar una polémica absolutamente necesaria: una que vaya a la raíz de nuestros males y a la de los expedientes que hay que tomar para remediarlos.

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