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29
MAY
2008

El gran show y el mito del Imperio benévolo

Los demócratas se aproximan a la definición de su candidato a la presidencia. ¿Podrá -él o ella-, restañar las heridas abiertas por la gestión Bush?

¿Hasta qué punto el debate preelectoral en Estados Unidos tiene algún sentido? Cada cuatro años se realiza un gran montaje que suele ser definido como una fiesta de la democracia, con lides entre los candidatos y, en ocasiones, más dentro de los propios partidos que mirando hacia afuera de ellos, hacia los contendientes que se enfrentarán en una compulsa para elegir al presidente de la nación. Por ejemplo, desde hace meses el debate entre los precandidatos demócratas Hillary Clinton y Barack Obama ocupa la primera plana de los diarios y de los noticiarios televisivos. La ex primera dama persiste en una liza en la que en apariencia lleva las de perder, a riesgo debilitar a su partido frente al adversario republicano. Este rival se muestra francamente desgastado tras los dos sucesivos turnos de George W. Bush, señalados por una corrupción galopante, por una crisis económica sin precedentes y por una política exterior que ha desprestigiado en extremo a Estados Unidos, a causa sobre todo de una serie de aventuras militares que, si por un lado han implantado a la Unión en zonas en las que ambicionaba aposentarse desde hacía tiempo, por otro no han dejado de representar un sonado fracaso por su falta de solución, por su prolongación y crueldad, y por la incapacidad que están demostrando para operar el gran cambio en el tablero mesoriental que Bush hijo había programado para esa zona.
Se ha avanzado mucho en la dislocación del área, gracias a la disgregación de las resistencias al modelo globalizador derivadas de la destrucción y despiece de Irak, y de la implantación de tropas de Estados Unidos y la Otan en Afganistán. Pero romper no significa organizar y en este momento la situación está lejos de encontrarse controlada.
Los Balcanes primero, Irak y los emiratos árabes después, y el Asia Central por fin, rebosan de tropas de Estados Unidos y de mercenarios a sueldo del Pentágono, todo lo cual conforma un rodillo compresor que avanza sobre el conjunto de la región mediterránea y el Asia central, y amenaza a Rusia y China. Pero subsisten huesos muy duros de roer, como Irán; y el intento israelí de hacer avanzar el modelo partiéndole el espinazo a Hizbollah en el Líbano, se saldó con un sangriento desastre. China y Rusia, mientras tanto, como es lógico, desaprueban esas movidas y se disponen, según ciertas evidencias, a sostener a las víctimas de un potencial ataque norteamericano o norteamericano-israelí.
Los horizontes de están estrechando para el ejercicio en solitario del gobierno del mundo.
Es esto, más que cualquier otra cosa, lo que estaría en juego en la contienda electoral norteamericana. Atención, no los objetivos últimos de la operación estadounidense, sino más bien los modos de llevarlos adelante.
Las opciones
A esta altura de las cosas, a la oligarquía norteamericana no le quedan más que dos fórmulas para continuar con la tarea hegemónica que se ha impuesto y que deviene del fondo de su historia. Una es persistir en la ruta tomada, pronunciando la huída hacia adelante y desencadenando la guerra contra Irán; duro y desagradable negocio si los hay, con proyecciones imprevisibles.
La otra es volver a una forma más presentable de imperialismo, abriendo negociaciones con Siria e Irán, aflojando la presión sobre Rusia en el área de lo que conformara la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y dando en todo caso una atención preferencial a América latina, que ostenta signos de querer escapar a su yugo. Por supuesto que un súbito aumento del interés en nuestra región no sería una cosa que debiera entusiasmarnos, salvo a los sectores vinculados a la gran operatoria imperial en Iberoamérica.
La línea moderada (para llamarla de alguna manera) que podría predominar en el próximo gobierno de Estados Unidos, tendría como inspirador teórico a Zbygniew Brzezinsky, el asesor en política exterior de Barack Obama, lo cual dice mucho acerca de lo que cabe esperar de este candidato. Brezezinsky, en efecto, es el principal ideólogo de la teoría del gran damero mundial, donde la reducción de Rusia a sus “fronteras naturales” y la contención de China conforman el meollo de la doctrina. Lo único que lo diferencia de los teorizadores más encarnizados de los halcones agrupados en torno de George Bush jr., de los cuales este es una marioneta, es que se propone implementar la primacía norteamericana por medio de un liderazgo mundial, en vez de la dominación global que es el núcleo de la doctrina de los neoconservadores, cuyo texto de referencia parecería ser “El choque de las Civilizaciones”, de Samuel Huntington; magnífico instrumento para fundar la teoría de la guerra permanente, que tanto conviene a los intereses del complejo militar-industrial.
Pero en lo sustancial no hay muchas diferencias –en lo referido a política exterior- entre los tres candidatos que se postulan a la presidencia. Sin duda, de los tres el que tiene más posibilidades de alcanzar la primera magistratura es Obama. Aunque más no sea por el lema que preside su campaña –“cambio”- que puede tener una resonancia más simpática a los oídos del electorado después de la desastrosa experiencia de las dos administraciones republicanas, signadas por el retroceso económico y por el deterioro de una seguridad social de por sí en extremo precaria.
Obama más que Clinton reúne las cualidades exteriores para encarnar el lema publicitario. Aunque Hillary es mujer, lo que convendría también al tema del cambio, el hecho de que Obama sea negro –o mulato, para ser más precisos- le atrae la simpatía de los grupos de color y de los votantes más jóvenes de raza blanca, aunque para otros sectores esa peculiaridad no caiga bien. Pero lo esencial es que, en los corredores del poder, los oligarcas (esa difusa conjunción de factores donde pesan el complejo militar-industrial y Wall Street), es probable que prefieran que los platos rotos por la actual gestión los pague un presidente negro; pues una retirada de Irak, por ejemplo, y el paso a una tesitura de componenda con los “estados delincuentes” no allegaría un gran prestigio al presidente, dado el chauvinismo manifiesto o latente en la opinión pública.
Que en Estados Unidos se produzca un cambio real, en sentido democrático, es dudoso, por mucho que nosotros podamos desearlo. Ese cambio sólo podría verificarse de producirse un compromiso catastrófico en la política exterior y una crisis económica de gigantesca envergadura, que sacudiese a las masas profundas del país y les hiciese cuestionar la legitimidad de un modelo en el cual no creen gran cosa, pero al que en última instancia están acostumbrados.
La ruta hacia el estancamiento actual fue la asumida por la administración republicana; por lo tanto es difícil que se le otorgue un nuevo período de gracia de parte de los mandantes reales del juego. Ni Obama ni Hillary representan un peligro para la oligarquía; de hecho, la selección de sus asesores y los enfáticos pronunciamientos que uno y otra han tenido a propósito de Chávez, Cuba y el plan Colombia pronostican que se ajustarán a las grandes líneas del discurso norteamericano para el hemisferio y, en cuanto a la política mundial, su actitud probablemente más flexible no podrá sino ser bienvenida por los aliados, otorgando al Departamento de Estado un argumento más para sostener la benevolencia de sus procederes.
Surgimiento y crisis de un mito
El argumento del Imperio benévolo, en efecto, ha hecho carrera. Cuántas veces nos lo han servido… Sin embargo, ni la trayectoria histórica de Estados Unidos ni la tesitura de su compromiso actual, permiten sostener semejante hipótesis. Ningún Imperio es benévolo, y el norteamericano menos que cualquiera. La leyenda surge de la admiración con que sus predecesores europeos contemplaron en el siglo XIX la flexibilidad con que la nueva potencia ejercitaba sus músculos a partir de la inexistencia de rémoras feudales que pudieran trabar la libre expansión del capitalismo, y asimismo de la carencia de resistencias plebeyas al modelo ideológico acuñado por la oligarquía, pues las masas inmigrantes que desembarcaban en las playas de la exitosa nación estaban naturalmente predispuestas –por la psicología individualista del emigrante- a aceptar sus valores, y porque el Oeste ofrecía múltiples oportunidades para descomprimir las tensiones sociales que podían acumularse en los grandes centros urbanos del Este.
La limpieza étnica de las grandes praderas, con decenas y quizá centenas de miles de indios muertos, el control del conjunto del hemisferio occidental por intervenciones en general indirectas (salvo en el caso de México y algún enclave en Centroamérica), fueron el prólogo de una expansión mundial cuyo punto de partida lo daría la guerra hispano-norteamericana de 1898, que llevaría a la Unión al lejano Pacífico. El período de las guerras mundiales consintió luego que Estados Unidos jugase un papel preponderante en la política global. Su decisivo aunque tardío aporte dio el triunfo a la causa aliada en la primera guerra mundial, consagrando de paso el aura democrática de la nueva gran potencia, pues los vencedores en esa contienda se atribuían la invención del sistema representativo, aunque este sólo tenía una relativa vigencia dentro de los territorios metropolitanos y era negado con brutalidad a las regiones y culturas que caían bajo su mano.
La participación norteamericana en el segundo conflicto mundial remachó esa visión optimista del gigante norteamericano. La naturaleza repulsiva del nazismo, que extremaba y a la vez encapsulaba la disputa por la hegemonía mundial entre las potencias capitalistas en un nacionalismo biológico, tornaba a quienquiera que se le opusiese en un cruzado de la razón y la democracia. Estados Unidos fue, junto a la URSS, el factor decisivo de la victoria aliada. Y, después de la victoria, su papel al erigirse en Europa en una muralla contra una eventual expansión soviética, y en benefactor de su economía a través del Plan Marshall, subrayó aun más las simpatías que despertaba en gran parte del público de esos países. El estalinismo no era un producto de fácil exportación.
Pero, fuera del continente europeo, en un mundo colonial en trance, Estados Unidos no tardó en revelar la verdadera naturaleza de su propuesta. El comunismo soviético no era un fruto fácil de tragar, pero las revoluciones coloniales encontraban en él un aliado natural para insurgir contra sus anteriores patrones. La Unión norteamericana, decidida a heredar a los antiguos dominadores ingleses y franceses, y a ejercer a su vez, a través de un cambio gatopardesco, el control efectivo aunque indirecto de esos territorios, encontró en la oposición a la URSS el pretexto perfecto para frenar o distorsionar los esfuerzos de los incipientes regímenes salidos de la revolución colonial. La teoría del damero –según la cual la caída de un país en manos de los comunistas acarreaba inexorablemente la caída sucesiva de sus vecinos- sirvió para justificar las intervenciones militares directas en Corea y Vietnam, para bloquear durante dos décadas a China y para intrigar contra cualquier intento en Asia, África o América latina, que pugnase por escapar de la órbita imperial. En ese trayecto Washington reveló igual o mayor inclemencia que los imperios tradicionales, inclemencia que ya había tenido una sobrada muestra en los bombardeos en alfombra de Alemania y sobre todo Japón, durante la segunda guerra mundial, hasta rematar con las atrocidades atómicas de Hiroshima y Nagasaki.
La caída de la URSS en 1992 liberó por fin a Washington de cualquier contención. A partir de entonces creyó llegado el momento de poner en práctica los principios del libre mercado y de una globalización del comercio y las finanzas internacionales que hacía tiempo venía impulsando, pero que siempre habían debido tener en cuenta la existencia de un poder paralelo que establecía una barrera en apariencia infranqueable a su expansión.
Y bien, esto es lo que hemos venido experimentando desde entonces. Los límites de este envite, sin embargo, parecen estar poniéndose a la vista. Quizá sea hora, para los propagandistas del Imperio benévolo, de volverle a poner la capucha al águila norteamericana. A Hillary Clinton y más posiblemente a Barack Obama les corresponderá esa tarea. Pero no olvidemos que, si lo entienden conveniente, en cualquier momento podrán volver a quitársela.

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