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31
JUL
2009

El mundo en armas

El portaaviones USS George Washington.
El portaaviones USS George Washington.
Pese a que no debería existir la amenaza de un conflicto en gran escala, las potencias siguen erizándose de elementos de destrucción.

Las grandes potencias siguen armándose a un ritmo acelerado. Su ejemplo contagia a otros países que de ninguna manera tendrían porqué inquietarse respecto de la seguridad de sus fronteras nacionales. Como es el caso de Chile, por ejemplo. Como quiera que sea, el primer dato es el relevante a escala mundial. Después de la guerra fría, se creyó por un instante que la abrumadora cantidad de recursos que se dedicaban a la fabricación de sistemas de armas se reduciría y, de hecho, algo de esto se produjo. Pero, en lo esencial, la situación siguió sin alterarse y, cuando ocurrieron los atentados del 11/S del 2001, las expensas bélicas recibieron un impulso que las elevó a cifras astronómicas. El terrorismo y los fundamentalistas fueron los pretextos invocados para declarar un estado de guerra permanente por George Bush y compañía, y para lanzar una ofensiva mundial que pretende globalizar el Imperio de Occidente bajo la égida de Estados Unidos.

Irak, Afganistán, los Balcanes, el Cáucaso, el Asia central son los objetivos de esta gigantesca acometida que apunta a diseñar un siglo XXI usamericano. Las siderales expensas de carácter militar prosiguen a pesar de la crisis económica, del hambre que reina en gran parte del mundo y de las turbulencias que estas situaciones engendran.

Se dirá que es para prevenir y domeñar a estas últimas que los gastos militares se mantienen a tan alto nivel. Tonterías. Perseguir a Osama bin Laden por la fragorosa topografía de Afganistán no requiere de tan monumentales inversiones. La cuestión pasa más bien por la necesidad de mantener el complejo industrial-militar a pleno funcionamiento y por la conciencia de que un proyecto como el que transporta a Estados Unidos, en un momento u otro puede encontrarse con oposiciones mucho más graves que la que puede significar el reto de unos hirsutos guerrilleros con turbante que deambulan por rincones remotos del mundo.

Entonces, de lo que se trata es de construir un poder militar abrumador, capaz de demoler a un enemigo técnicamente cualificado y poseedor de recursos bélicos sofisticados. Para el caso actual, Rusia y China, más algunas potencias menores que se erigen en obstáculos regionales para el logro del gran objetivo. Irán o Corea del Norte, por ejemplo.

Las políticas de poder

La existencia de una deliberada voluntad de predominio –o eventualmente, de desafiar el predominio preestablecido de un adversario- ha significado siempre a las políticas de poder. Todas ellas han conducido inexorablemente a la violencia. Todo el ciclo de las guerras mundiales estuvo gobernado por esta ecuación. A principios del siglo XX prepararse para resistir el ascenso alemán a un nivel que comprometiese el estatus hegemónico de Gran Bretaña y Francia determinó, de parte de estas, una política de alianzas que hizo que Alemania sintiese –con razón- que un cerco estaba cerrándose en su torno. Su respuesta fue un incremento de su agresividad y una multiplicación de sus armamentos, lo que llevó a una competencia incesante entre las potencias; a un período denominado como la “paz armada”. Cuando saltó una chispa, como fue el atentado de Sarajevo, este polvorín voló por los aires, inaugurando una era de violencia irrestricta que se prolonga hasta nuestros días.

Pero lo que hace singular a la reproducción contemporánea de esta ecuación es el carácter casi terminal de la potencia de las armas modernas, capaces de promover el suicidio de la humanidad como tal. En especial si apelan a expedientes nucleares, químicos o lo que fuere, sin olvidar a los sistemas convencionales de armas, sistemas dotados asimismo de un poder destructivo sin paralelo en el pasado.

La revolución industrial dio paso a este tipo de proceso, que se retroalimenta y experimenta un crecimiento de carácter fatal, pues una acción genera una reacción y esto, en las condiciones del mundo moderno, insume enormes cantidades de dinero que de alguna manera requieren autojustificarse. El propósito de prepararse para la guerra, disimulado por el eufemismo políticamente correcto de “mantener la paz”, es pues el objetivo real de esta carrera armamentista, ocupada de momento en flexionar los músculos y hacer prácticas en escenarios de gran valor estratégico, como el Medio Oriente y el Asia central.

Dejando de lado las apreciaciones generales, sin embargo, cabe preguntarse si las actuales políticas de armamento, en especial las puestas en práctica por Estados Unidos, son, desde un punto de vista puramente militar, atinadas en sus grandes líneas. En todo lo referido a lo que hace a la informatización del campo de batalla y al dominio de las telecomunicaciones, muy en especial las de carácter satelital, esto es cierto. Aunque se debe reconocer que si se tropieza con un adversario bien afirmado tecnológicamente y en condiciones de desarrollar iguales habilidades en un mismo campo, este predominio informativo será afectado a su vez por “la niebla de las batallas” de que hablaba Napoleón y que hace que todo combate, una vez empeñado entre fuerzas equiparables, sea una dimensión difícil de ponderar.

Una vez instalados en este género de consideraciones, se debe convenir en que hay muchos aspectos en los cuales la posesión de elementos refinados en materia de cibernética y comunicación satelital, pueden ser tanto una ventaja como una desventaja. Los organismos sociales modernos son entidades extraordinariamente complejas, cuyo equilibrio depende de la fluida interrelación de sus partes. Una guerra a gran escala rompería ese frágil balance a poco que la destrucción alcanzase algunos nervios vitales en materia de comunicación y producción de energía, por ejemplo. Podríamos tener así, si la lucha se prolonga, una guerra emprendida con la más sofisticada de las tecnologías y terminada por guerreros reducidos a las armas del hombre de las cavernas.

Prepararse para el pasado

Hay otra incógnita que sólo la experiencia podría develar. Existe un dicho clásico que afirma que las potencias (en especial si han salido victoriosas de sus últimos hechos de armas) siempre se preparan para luchar en la última guerra que han librado. Es decir, que se fijan en los conceptos que les han dado la victoria en la guerra anterior. El caso arquetípico fue Francia de vísperas de la debacle de 1940, lista para librar una guerra de posiciones, que le ahorrase el espantoso precio que sus soldados pagaran entre 1914 y 1917, cuando el ejército estaba impregnado de un concepto ofensivo a ultranza y se estrelló una y otra vez contra unas defensas alemanas bien preparadas. Por lo tanto, al revés de lo que sucediera en el 14-18, la defensiva debía ahora privar sobre la ofensiva. Los alemanes, quienes tras la derrota hubieron de reconstruir su ejército casi a partir de cero, decidieron en cambio priorizar a las formaciones móviles, tanto aéreas como blindadas, al comprender bien que con ellas era posible romper un frente y generar una guerra de movimientos en la cual las formaciones estáticas estarían perdidas y listas tan sólo para ser rodeadas y anuladas. Los acontecimientos les dieron la razón. En un mes, a pesar de la muralla que se presumía invulnerable de la Línea Maginot, Francia fue abatida en una guerra relámpago o blitzkrieg.

Hoy Estados Unidos dedica una gran proporción de su presupuesto militar a fabricar, equipar y poner a punto una flota de portaaviones de proporciones descomunales. Las ventajas estratégicas de este tipo de arma quedaron demostradas por las campañas aeronavales que derrotaran al Japón en las campañas del Océano Pacífico. Pero, ¿existen hoy las condiciones para reproducir esos triunfos?

Mientras se trate de combatir a enemigos pequeños en extensiones desmesuradas, la utilidad de esas grandes unidades de batalla no puede ser puesta en duda. Son capaces de desplazarse de un lado a otro, funcionando como catapultas móviles de un poderío aéreo demoledor. Pero esas grandes fábricas –que cuestan sumas siderales y son tripuladas por miles de hombres- son en extremo vulnerables a las armas modernas. En aguas cerradas –como el Golfo Pérsico o el Mar Rojo, pongamos- se arriesgan a recibir una lluvia de misiles disparados desde bases terrestres difíciles de localizar, cualquiera de los cuales puede tocar un punto vital de la unidad de combate y, al menos, anular su capacidad para seguir operando. En aguas abiertas, en cambio, su vulnerabilidad a los ataques provenientes de submarinos nucleares de gran velocidad y equipados con misiles mar-mar, ha quedado demostrada en numerosas prácticas, algunas de las cuales fueron protagonizadas por antagonistas no invitados, como los submarinos chinos, que no fueron detectados a tiempo para ser teóricamente anulados antes de que estos aparecieran situados en posiciones desde las cuales podían inferir un daño mortal a los portaaviones.

La ultima ratio

Alguno se preguntará a qué viene el tema de este artículo. Pues viene a cuento porque, por lo que se sabe, la ultima ratio de la política internacional ha sido siempre la guerra. La frase de Clausewitz –“la guerra es la política por otros medios”- sigue tan vigente hoy como lo fuera en la época del ciclo de las guerras napoleónicas que la inspiró. De modo que mejor dejémonos de abstracciones que ponen en primer plano a las teorías sobre la organización social del mundo y observemos por una vez la forma en que la brutalidad de esas concepciones requiere de un puño blindado para imponerse. El siglo XXI no es, no va a ser, un lugar apacible. El Imperio es la encarnación del capitalismo realmente existente y este no da muestras de apaciguar su apetito, a pesar de la crisis. Para satisfacerlo tiene que huir hacia adelante, y en esa fuga se va a encontrar con dificultades crecientes. El dinamismo político que lo arrastra se expresa cada vez más en términos militares. Las bases USA en el mundo se multiplican –esta semana se han registrado otras tres, esta vez en Colombia-, y los escenarios de guerra potencial o efectiva están por todas partes. Irak, todo el Medio Oriente, Afganistán, Pakistán, los países del Asia central, el Tíbet, la provincia china de Xinjiang, los países del Cáucaso, la fracturada ex Yugoslavia, Ucrania, gran parte de África, son escenarios donde las violencia o las tensiones que pueden generarla están a flor de piel.

Ahora hasta la tradicionalmente neutral Suecia ha ingresado a la estrategia de la tensión, al alojar a cerca de un millar soldados de la Otan en unas maniobras conjuntas dirigidas a reforzar los accesos al Océano Ártico, movimiento en un todo acorde a la directiva de número 66 de la presidencia de Estados Unidos, emitida el 12 de enero de este año, que define a esa área como parte de los intereses nacionales fundamentales de seguridad de ese país, y los hace extensivos a toda la región del Ártico, manifestándose “en disposición a operar con independencia o en conjunción con otros Estados para proteger esos intereses” (Rick Rozoff, en Global Research del 7 de agosto de 2009). Rusia, a su vez, ha decidido multiplicar sus ejercicios armados en el Ártico.

El viejo adagio “Si quieres paz, prepárate para la guerra” es, desde un punto de vista lógico, una contradicción en los términos. Sin embargo esta proposición paradójica encierra una verdad que, a su vez, no puede ser escindida del carácter del régimen social que la asume. Esto es, que si el imperialismo y el capitalismo tienen en su seno una dinámica fatalmente agresiva, esa preparación para la paz llevará inexorablemente a la guerra. Y la guerra prohijada por el sistema actual de acumulación económica se distingue por el mismo rasgo que identifica a este: una expansión constante y una continuada acumulación de fuerza, que estalla cada vez más violentamente. En el pasado ese furor expansivo operó como una herramienta injusta tal vez, salvaje en su acumulación originaria, que incluía como elementos substanciales a la guerra, la piratería y la esclavitud, pero sin duda allanó el camino a la modernidad y abrió campos insospechados hasta entonces para el hombre. El capitalismo es un gran demoledor, y sobre las ruinas que provoca alza nuevas construcciones incesantemente renovadas. Pero hoy la destrucción puede ser mayor que la construcción; puede, incluso, hacer imposible esta. El envenenamiento del ambiente, la muerte de lo natural y el poderío pavoroso de una panoplia capaz de abolir la vida sobre el planeta, son elementos inéditos en la economía del sistema. Si hay un contraveneno a este impulso mecánico que todo lo arrastra, no lo sabemos. Pero estamos seguros de que es necesario comprender el movimiento de la historia. Y, en esta, la forma extrema de ayudarla a parir ha sido siempre la guerra. Atención, pues, a la relación entre las armas y el hombre.

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