A un siglo del estallido de la primera guerra mundial

El fracaso de la Internacional socialista

Así, en poco más de un mes, toda Europa quemó sus naves. Atrás quedaron los años de la Belle Époque y las ilusiones del positivismo que creía en el progreso imparable de la perfección humana, a la luz de la razón y los buenos modales. El torbellino de los acontecimientos que se habían precipitado en ese breve lapso hablaba de la vigencia de la más feroz política de poder y de las tendencias destructivas que habitaban al capitalismo imperialista. A la vez, la crisis vino a poner de manifiesto la volatilidad de la psicología de las masas, que fueron electrizadas por un arrebato patriótico que recorrió a todos los países comprometidos en la liza. Había una difundida ignorancia acerca de las consecuencias de una guerra en el seno de poblaciones que, salvo en el caso de Rusia, no la habían conocido a lo largo de varias generaciones. La última guerra continental databa de 1815, un siglo antes del conflicto que se venía encima. Un súbito espasmo de emoción colectiva y de solidaridades nacionales se impuso por encima de cualquier otra consideración y de pronto las diferencias partidarias y de clase en apariencia quedaron canceladas. La gente de echó a la calle en un espasmo de solidaridad colectiva. León Trotsky, por esos días exiliado en Viena, dio una imagen plástica de aquel momento. “El mundo está llenos de seres… cuya vida entera transcurre, día tras día, en un hastío monótono, sin esperar en nada… El clarinazo de la movilización es como un mensaje de anunciación que hace vibrar su vida. Echa por tierra todo lo habitual y cansino, de que tantas veces había maldecido, y trae una vida nueva, desacostumbrada, extraordinaria. En el horizonte de dibujan cambios imprevisibles. ¿Para mejor o para peor? Para mejor, ¡qué duda cabe!, pues por mal que vengan las cosas a hombres como Pospichil no es fácil que les vaya peor que en tiempos “normales”… La guerra es para todos, y los oprimidos, los defraudados por la vida, sentíanse ante ella iguales a los ricos y poderosos… En aquella muchedumbre vienesa pude observar las mismas características psicológicas que había observado en San Petersburgo en las jornadas de Octubre de 1905. No en vano la guerra ha sido muchas veces en la historia, la madre de la revolución”.[i]

La Internacional socialista había prevenido con dramática insistencia acerca del peligro de guerra que acarreaban las rivalidades capitalistas. Incluso creía haber encontrado el remedio para detener, en el momento culminante, su estallido: la huelga general y simultánea de la clase obrera en todos los países que se vieran enfrentados. Ello incluso era imaginado por muchos –no por todos- como el paso inicial de una revolución social en gran escala. “¡Guerra a la guerra!” era el lema lanzado en el Congreso de la Internacional celebrado en Basilea en 1912. Sin embargo, cuando esa voluntad generosa se vio enfrentada a la prueba de los hechos, esas bellas palabras quedaron en agua de borrajas. Jean Jaurés, la figura más conspicua del socialismo francés, fue asesinado el 31 de julio por un fanático chovinista. Esto no obstó para que la fiebre belicosa siguiera subiendo. A la vuelta de unos pocos días, todos los partidos de la Internacional socialista habían antepuesto el compromiso patriótico al compromiso de clase. Los créditos de guerra fueron votados tanto por los diputados socialistas como por los alemanes. Las razones este “volte face” diferían: los franceses decían que era necesario acabar con el “militarismus” germánico y los socialistas alemanes entendían (con cierta razón) que desarmar a su país frente al oso ruso y al régimen oscurantista y reaccionario de los zares suponía un riesgo inadmisible para la “kultur” alemana. En Francia se expandió la creencia de que era necesario luchar en la “der des ders”, esto es, en “la última de las últimas”, en la guerra que haría acabar con todas las guerras.

Sólo los diputados bolcheviques en la Duma se opusieron a la aprobación de los créditos de guerra. Y sólo un puñado de socialistas se reunieron en Suiza, un año después, para manifestar su repulsa a la guerra. Fue en setiembre de 1915, en Zimmerwald, una idílica localidad próxima a Berna, entre montañas y bosques, en un hotel donde se albergaron a varios socialistas eminentes de Francia, Alemania, Bélgica, Inglaterra y Rusia. Entre los representantes de las diversas facciones en que se dividía el socialismo de este último país se encontraban presentes Vladimir Lenin y León Trotsky. No pasarían tres años para que estas dos figuras, desconocidas del gran público, se elevasen a una altura mundial, en la cresta de la ola revolucionaria que surgiría del horror de la guerra y del incendio de todas las ilusiones que la habían precedido.

 

[i] León Trotsky, “Mi vida”, Editorial Colón, México, 1946. 

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